Tamborilean los dedos, todavía tienen ganas de escribir. Y la noche me apagó el cigarrillo, junto con las ganas de dormir. Las piernas, entumecidas. Los labios humedecidos, con la marquita de la mordida que hoy no me dejaba escaparme más de un par de centímetros. Los ojos ya no absorben las letras que me atengo a leer por obligación. Mi alma ha viajado, allí donde vos la abrazás cada atardecer, sumidos en la misma hermosísima verdad que es esto de amarnos, esto de sentirnos, así de cerca, así de verdad. Y suspiro, casi como Werther. Me olvido de que no soy Marlowe y me vuelvo a sentar en este asiento de gabinete. Sin embargo, hay una tremenda quietud esta noche, una terrible desolación colgándose de los hombros de todos los que habitan esta casa. Pero qué bonita manera de tropezarme con cada uno de ellos, y es que da gusto recibir los sinsabores del desencuentro cuando uno ama con tanta locura, con tanta pasión sacándole hasta lágrimas de desesperación por correr al tren y colgarme de sus brazos. Me sonreirá algún hombre al momento de cruzar la calle. Y la vida se resumirá en el niño que me pida un par de monedas. El verde de mi tapado lucirá insulso. Y todo lo que querré es el viento en el rostro, y los apuntes de Rousseau a mano...
N.
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