“Niña, adolescente, los libros me salvaron de la desesperación; eso me ha persuadido de que la cultura es el más alto de los valores, y no logro considerar esta convicción con mirada crítica.”
Simone
¿Cuánto tiempo pasó desde la última vez que me arrojé a la hoja en blanco, sin escatimar en tiempo ni esfuerzos, libre de escrúpulos y prejuicios banales, de ese par de miserias de living room?
La hoja en blanco es casi un espejismo, para quien desea embestirla de verdades que no encuentra en el mundo, de historias sin rumbo, o para quien busca valor. No está en la hoja, está en las letras, que van llegando, cayendo, desperezándose parsimoniosamente de esa estridente manera que quiebra los silencios (no los de la mente, sino los del alma –los metafísicos-)
Quise soltar algunas palabras, amarrarlas sin sentido, dejarlas envejecer un poco, antes de liberarlas y de perder los estribos, en ese espectáculo que ellas mismas se formulan sin reconocerme como guía. Como el vino que con los años sabe mejor.
Pero lo admito, he reincidido. La fortuna me ha jugado en contra, me encuentro intentando transcribir viejos recuerdos y ya no encuentro en ellos la verdadera fórmula.
¿Cuánto tiempo desde entonces, N? ¿Cuánto más para eso?
Egoísta y ciega de mi propia existencia, embebida de un placer mundano, poblada de ansias y desastres, me disfrazo de cotidiana y yendo al almacén de la esquina planeo un pronto escape hacia los insólitos de mi imaginación. Los laberintos de la conciencia son desiertos de insolación, pero ¿Cuánto tiempo estipulamos? ¿Cuánto más pasará?
Vuelvo a casa y me grita el silencio, demasiado silencio, silencio cayéndose a pedazos, silencio desnudo y abriendo el refrigerador, silencio mirándose en el espejo, silencio, silencio.
Me acuerdo de Francia, yo que nunca estuve en el Ponts des Arts, y suspiro como las snobs cuando van a una muestra de arte con las piernas temblando de frío por la minifalda de pleno invierno que las delata en su propósito. Y dicen arrojando el humo de la boca, fumando un par de Galoises, “Ah, Lautréamont”. No se puede destilar un Lautrec sino se aprende a sentir a Quinquela Martin. (“Ella trabaja de vez en cuando como script-girl. Conozco a esas jóvenes «a la moda».Tienen una vaga profesión, pretenden cultivarse, hacer deportes, vestirse bien, mantener impecable su apartamento, educar perfectamente a sus hijos, llevar una vida mundana; en una palabra, éxito en todos los planos. Y no tienen verdadero interés por nada. Me hielan la sangre.” S.)
Una vez fui a Rosario y conocí a una viejita que todas las tardes alimentaba palomas, y nadie hablaba con ella… Casi sonreí al oírla evocar a Satchmo "Don't you play me cheap, because I look so meek”. La imaginé bailando jazz de joven, me simpatizó sin más y me molestó como nunca que la ignoraran como se ignora al monumento a Roca que ya no se ve de lo grafiteado que está.
¿Cuánto desde eso? ¿Cuántos años y diferencias? ¿Cuánta distancia entre mis nueve años y mi primer rotura de corazón iluso y mi primer escenario y los primeros aplausos y entre lo que soy hoy?
No tanta distancia. No tanto como de entre la A a la B. Del Sí al No ¿Cuántos quizás? Del Ying al Yang ¿Cuántos eones? De entre Vos y Yo ¿Cuánta gente?
Y ya en ese punto, miles de pensamiento sublimes. Destilando oro del mar negro y la desesperación, la emoción (qué manera burguesa de sentirse triste a veces)
Escribo y escribo, porque si no escribo estoy muerta, la muerte es nefasta y no perdona, la muerte no es natural es dolorosa, y la ausencia de signos vitales no es muerte sino ruptura, muerte es la hoja en blanco y yo delante… Al mejor estilo de una tortura japonesa prediseñada para mí.
N.
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