“Niña, adolescente, los libros me salvaron de la desesperación; eso me ha persuadido de que la cultura es el más alto de los valores, y no logro considerar esta convicción con mirada crítica.”

lunes, 7 de septiembre de 2009





Un cuento de hadas
(fragmento)


Un sábado, en un frívolo atardecer de mayo, Erwin estaba sentado ante una mesa, en la acera de un café. Observaba a la apresurada multitud, y, cada tanto, su incisivo mordíale fugazmente el labio . Tintes rosados coloreaban el cielo, y, mientras crecía el crepúsculo, las luces de la calle y los anuncios de los negocios despedían un fulgor sobrenatural. Una muchacha, anémica pero bonita, pregonaba las primeras lilas. El fonógrafo del café, adecuadamente, irradiaba el Aria de la Flor, de Fausto. Una mujer madura, vestida con un traje sastre negro, se abrió paso, meneando las caderas con pesadez, aunque no sin gracia, entre las mesas. No había ninguna libre. Finalmente, apoyó una mano, ceñida por un guante negro y brilloso, sobre el respaldo de la silla vacía que había frente a Erwin.

- ¿Me permite? -sus ojos, desde el velo corto de su sombrero de terciopelo, lo interrogaron con gravedad.

- Sí, naturalmente -respondió Erwin, y se incorporó, saludándola con una leve inclinación. La presencia de esas mujeres sólidas, con pómulos de corte masculino, recubiertos con espeso maquillaje, no lo perturbaba. La mesa recibió el resuelto impacto de la enorme cartera de la mujer, que ordenó una taza de café y una porción de tarta de manzana. Su voz profunda era algo áspera, aunque agradable. Las tinieblas invadieron el vasto cielo tiznado de rosa. Crujió un tranvía que pasaba, y sus luces inundaron el asfalto con sus lágrimas radiantes. Desfilaron bellezas con faldas cortas, seguidas por la mirada de Erwin. “Quiero ésta", pensó, mordiéndose el labio inferior. "Y aquélla, también".

- Creo que podríamos solucionarlo- dijo la mujer que tenía frente a él, con esa misma voz, ronca y severa, con que se había dirigido al mozo. Poco faltó para que Erwin se cayera de espaldas. La dama le ofreció una mirada intensa, mientras se quitaba un guante para sorber su café. Sus ojos, maquillados, ostentaban un fulgor duro y helado, suntuoso como el de las joyas falsas. Debajo de ellos, se abultaban gruesas ojeras y -algo muy poco frecuente en las mujeres, aun cuando tengan cierta edad- asomaban pelos por las ventanas de su nariz felina. Al quitarse el guante, descubrió una mano grande y arrugada, prolongada en uñas largas, hermosas y convexas.

- No te sorprendas -lo contuvo, con una torcida sonrisa. Ahogó un bostezo y añadió-: En realidad, yo soy el Diablo. Erwin, tímido e ingenuo, creyó que sólo era un modo de decir, pero la dama, bajando la voz, prosiguió de este modo:- Los que me imaginan con cuernos y una gruesa cola cometen un gran error. Sólo una vez aparecí bajo esa forma, ante un imbécil bizantino , y te aseguro que no me explico por qué tuvo tanto éxito.



Vladimir Nabokov
Cuentos completos

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