N no toleraba la monotonía en la que la cotidianeidad amenazaba con sumirla.
N era feliz corriendo, descubriendo, recorriendo, viajando.
Pero N no podía (Oh no, definitivamente no-po-dí-a) dedicarse a la repetición de ciclos normativos. A veces le parecía que a su alrededor diminutos pedazos de realidad confabulaban para atraparla en la desgraciada petulancia de lo aceptado normativamente. Personas, sucesos, hábitos, lugares… Pero N no quería caer.
Era triste encontrarse a sí misma aquella tarde, inventando excusas para huir de aquella conspiración. Dormir un poco más, leer un poco menos, fumar de vez en cuando (y siempre a escondidas) hipnotizarse con Devaux, oír fuerte y todo el tiempo ese jazz que atraía el contubernio de las emociones humanas…
Allí, sentada, en un café del centro, ensayando normalidad…
Qué linda la cara triste de N, revolviendo la cuchara en la tacita, abrazando ese pedazo de nada que se le figuraba inusual. Perdiéndose en cada objeto que desarmaba y volvía a ensamblar con la mirada. Las piernas, inquietas. Las imágenes mentales, desfilando.
¿Qué carajo era todo eso? Entonces miró a la gente a su alrededor, y no encontró a ningún ser cuya decencia le asignara alguna dosis de placer. Se rió, aquello era una diáspora de espíritus. Imaginó que de cada persona se desprendía un alma y que todas juntas, las almas, se aparecían unidas y juguetonas danzando y mezclándose (como microbios en un claro amague simbiótico)
Los cuerpos que quedaban en el café aguardarían el retorno de las almas. Pero ¿Cuándo volverían?
Se figuró que la suya no estaba allí en aquél momento, y se sintió un maniquí. De nuevo, sonrió.
1 comentario:
Es que siempre hay mejores barcitos, cafés mas ricos y luces de mas brillo.
Es una copa, de lo mejor, maga.
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