“Niña, adolescente, los libros me salvaron de la desesperación; eso me ha persuadido de que la cultura es el más alto de los valores, y no logro considerar esta convicción con mirada crítica.”

domingo, 9 de agosto de 2009

Manchado el lienzo por cada uno de sus trazos, fue desdibujando y rehaciendo la figura del enigma en sus sueños.

Una figura de mujer, un vestido azul de invierno, y de pronto un dolor casi placentero. Una figura casi deshecha en una cama sin hacer, la luz de la ventana y la pava hirviendo sin ningún té que preparar.

La congoja le hizo un agujero en su alma, y la oquedad de su espíritu se tornó de una tonalidad parda. Sintió el marrón de sus besos, el negro de su risa sardónica, lo blanco de su idiocia.

Y lanzó un par de mejillas olivas, y retomó unos labios violáceos, como si el azul hiciera falta en un espectáculo de grises. Acentuó unos pómulos semioscuros y entrecerrando unos ojos cubiertos de espesas pestañas y cejas curvas dejó morir al pincel.

Aquélla figura era casi tan verdadera como la que dormía siempre en su conciencia y manchaba sus sábanas con labios rojos y rompía la bambula con la delicadeza con la que se rompe el satén.

Aquél trazo era casi tan inexacto como su mano corriendo por las calles de su piel. Como el trote de sus piernas estiradas bajo la frazada, y la ilusión erizada por miedo a ser tomada de rehén.

No por eso menos lejana o incierta, no por eso menos fantasiosa y lamentable.

Dejó el barniz a un costado, porque hasta la opacidad le sentaba bien.

Cerró los ojos como tratando de ver mejor lo que no puede ser contemplado con la mirada. Los ojos traicionan al alma embadurnada de idealismo y de dolor. Miró de lejos a través de la ventana y sintió el llamado del viento golpeteando como un hombre impaciente la madera y el vidrio. Se acercó a sentir el frío, y sintió que se le tiznaba los sentidos, que las cenizas no volaban sino que se estancaban quién sabe dónde y quién sabe por qué. Haría falta reírse de la vida y enarbolar a la mentira como el arte más creíble entre los amantes.

¿Las mentiras? Sí, ésas siempre son poéticas. Como las estocadas finas de la lluvia dibujando círculos que se expanden en pozos de agua. Como los amaneceres retratados y los revolucionarios sublevados o el humo del cigarrillo de algún ídolo de los cuarenta. Espejismos irrelevantes para la mirada tardía.

Pero a veces las verdades pierden el sabor a vida y las mentiras se recuestan y hacen logias subrepticias en las lápidas del querer. Las mentiras son siempre más fáciles de creer.

Y pensar que se había enamorado de una princesa kurda, entre apátrida y con cadenas que enlazaban su alma, era su piel de ángel cárdeno y su sabor a canela tostada, y el cerdear que surgía de sus suspiros cada vez que hacían el amor. Y pensar que habían viajado un par de veces en colectivo y habían compartido el aliento entre versos desmentidos y aforismos discutidos. Era un calor el que surgía de ambos, un calor hecho de cuerpos disruptivos y piezas de hotel sin registrar.

Sintió que en su calidad de hombre extático, de artista sin rumbo, y de enamorado iluso, se debía entregar a recordar la mentira y no a intentar sostener la verdad. Porque la verdad era aburrida, la verdad era tan real que le dolía, la verdad era que estaba lejos y que nunca lo estuvo más.

Creyó en la mentira de su existencia sin dudar, porque en el fondo entendía que la verdad no bastaba para llenar su alma. Para llenar ese vaso siempre medio vacío, ese depósito de enervamiento y de calidad de réprobo.

Entonces decidió desteñir el índigo de sus ojos, reprobar al bermejo de sus hombros y alunizar en la cintura caliginosa de aquella dama. Y el vestido azul, lo sintió helado en sus manos, y las caricias y los recuerdos los imaginó cárdenos como el incienso que velaba en su sala de estar. La impaciencia lo mataría, pero antes mataría el recuerdo. Tomó el pincel de nuevo, y dibujó una lágrima pesada y libre caer por sus mejillas sin color, sin sentido, mejillas de cenobita y de ingrata absuelta y libertina. Recordó lo fuerte que le había atado el coselete y el cáliz que desprendió la despedida. Apagó las luces, sin irse a dormir, simplemente esperó a que llegara ella a dar un nuevo espectáculo entre sus sábanas y a mover sus piernas para retraer los lamentos. Todo se olvida bajo esos tegumentos.

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