Tocó sus labios con las yemas de sus dedos. Qué espectáculo era su boca, rellena y delicada. Acompañó las comisuras y dibujó un par de surcos superiores. Qué bonito color, qué suave al tacto. No la besaría, se limitaría a tocarla, como para no romper el hechizo...
Tocar esos labios era abrazar el cielo. Tocando como para resignificar las facciones prefabricadas, como volviendo a diseñar lo que acaso era ya perfecto. No le importaba nada más, tan sólo así se mataba al tiempo.
Ella estaba allí, lejana y extática, inconsciente y hermosa más que lo que jamás podría haber sido... Sentía que se deshacía bajo sus roces, que se quebraba a través de sus dedos. Imaginó que de seguro ella lo sentía y lo disfrutaba de igual manera, incluso más.
Era como derretir al hielo, transmutación de almas y silencio compartido.
Así ella sería siempre de él, con sus labios rojos, sus ojos negros y su detención perpetua. Y los párpados amoratados escondiéndoselos...
Pensó en sostenerla entre sus brazos para que ya no se le escurriera, como se escurre un trapo en las manos de una lavandera vieja. Pero ella antes era terrible... arena movediza, agua salada que arde, duele, y que pica y se pega a la piel reabsorbiéndose demasiado rápido...
Ella se evaporaba y desistía en las dunas cenizeras con las que cada tanto chocaba. Pero ahora que la sostuvo fuerte, los labios de la mujer que ya no era mujer sino aire le dolían como nunca...
Y en el silencio de la noche continuó rozándola, acaso deseándola con la fuerza de un milenio. Justo antes de amanecer, besó su boca y se dedicó a beber hasta el último sorbo que sirviera su cuerpo ya sin sangre...
Sangrar hasta secarse y arremolinarse en su conciencia.
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N hizo silencio. Como para escuchar los ecos de lo que significó su existencia. Su propia existencia puesta en duda.
N se encontró flotando, casi volando, pero arrastrando sus pies en tierra. Sus pies que se ensuciaban y pesaban. Se sintió crucificada y nunca jamás repasó esa parte de la historia del Génesis.
N se sintió con suerte, se sintió libre. Si aquéllo era morir, no era tan malo como había imaginado.
Sintió un leve frío pero no llegó a lastimarle el alma.
Se asustó al principio, tal liviandad era tétrica. Como convertida en Abbadón. Como declarando ante Lucifer. Pero demasiado lejos del Cielo y del Infierno.
No podía continuar cerrando los ojos, en el caso de estar por llegar a las puertas del otro mundo debía cuidar de no chocar contra el roble sagrado.
¿Quién la esperaría allí? Se sintió así de sola, pero como si siempre lo hubiera estado en realidad (y de pronto estallaba como puñetazo en su pecho vacío). Como si repentinamente toda su vida se hubiera reducido a un instante de intensidad perdurable pero acaso no más que un sueño. Todo se tornó lejano, hasta su propio cuerpo, su propia carne que dejó de serlo. Se sintió un espectro, se sintió neblina, y se sintió bien con eso. Todo se tornó lejano, y se encontró engendrando en sus entrañas una suerte de deseo... Prolongar su estadía allí.
Después de todo, no necesitaba de palacios celestiales, ni del infierno muerto de sed. N quería quedarse suspendida, entre esos ávidos vapores de humedad y niebla gris... Brumas que no herían al tacto y cobijaban su ser.
Una nueva fantasía que crecía adentro suyo. Un nuevo hijo. Uno hermoso y sólo suyo, tan suyo que depositaba en él su existencia.
Vivir. ¿vivo? No existía tal palabra en el espacio donde ella estaba (en la sombra de las verdades que no se revelan). Nunca estuvo viva. Eso a lo que llaman vida, no es más que una bizarra ilusión conjugada en espejos, si cada ser humano está tallado en los mismo cristales (con la misma arbitrariedad compungida) el mismo genoma replicado y traducido y remendado, el rostro de la humanidad es el mismo...
N nunca estuvo viva y siempre lo supo en su interior.
Cuando N despertó, aquella mañana que acariciaba su vientre, supo que durante la noche asistió al entierro de su conciencia.
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