Caminando por calles pedregosas y llevando a cuestas una mochila demasiado pesada, caminaba rápido para llegar a su casa mucho antes que el sol cayera en el horizonte. Tal vez no notó la mirada vigilante que desde lejos la seguía, y por eso se detuvo a juguetear en el cordón de la vereda haciendo equilibrio para no caerse y olvidando casi por completo lo corto que era el día.
Elena miró hacia el Cielo y le molestaron los mechones de pelo molesto y atrincherado a su frente. Cerró los ojos, como descansando. La mochila muy pesada, el camino tan pedregoso y el sol cayendo. Una mano le corrió el pelo, y alzó la vista para descubrir al extraño que le acarició la mejilla con dulzura.
Era un extraño, pero no le dio miedo, tenía un rostro apacible, casi bondadoso. Lo miró sin escrúpulos de pies a cabeza, y sintió que no era del todo desconocido. Se parecía mucho a ella y a fotografías viejas alguna vez vistas. Entonces sonrió, porque comprendió que estaba frente a su padre. Y tragó saliva para suavizar la garganta en la que parecían haberse recortado sus cuerdas vocales, sin aviso previo.
Primer visita luego de ocho años habiéndose desaparecido. Mal que mal algún llamado de noche, pero sólo para hablar con su ex esposa y madre de dos hijos. De vez en vez alguna carta dolida, desde lejos y plagada de excusas para alimentar el rencor de la familia. Pero verlo así de pronto la hizo sentir algo perdida, como si lo único que importara fuera ese momento, sin retorno. Miró con desconcierto al horizonte, y de nuevo el sol que caía. La mano se deslizó a su hombro y la sostuvo, compungida. Ella sentada en el cordón de la calle pedregosa, él parado y algo agachado para acercarse un poco a su figura.
Y así se quedaron un rato, un rato hecho de residuos de todos los anteriores. Rato que conjugó sin acierto verbos de todos los tipos y colores. Elena lo miró de reojo y contempló en su semblante cierto rastro de tranquilidad y relajación, como si el tipo hubiera acabado de descargar una pesada mochila en el piso, como si encima estuviera bien dejarla en el piso. Una mochila cara, pesada y ajena. Casi tan pesada como la de ella, como la de todos esos años, como la de un semblante ensombrecido por la poca luz que arrojaban los años. Sintió en sus oídos el sonido del viento, lo sintió como si el polen se le metiera dentro de la oreja. Y de pronto se imaginó un café con facturas de dulce de leche, en una mesa de luz a la mañana y con él junto a ella sin decir palabra, como allí estaban. Sería temprano, a la mañana, cuando despertara. Y mamá que se iba no los retaría, y Rodrigo que dormía hasta tarde no iba a llorar. Imaginar todo eso la aisló del momento, y cuando decidió regresar sintió que a lo mejor eso era sólo una ilusión, a él las despedidas siempre le habían quedado mejor, porque algo desentonaba con la tristeza y pesadez de su postura. Otra despedida, una despedida más ¿Por qué las llegadas tienen que ser sinónimos de bienvenidas? ¿Por qué alimentar la decepción? Quizás no había más lugar en su vida para quien no se lo había ganado, quizás era mucho más simple, quizás era sólo un gesto de compasión y lástima, uno que no necesitaba (aunque atesoraría siempre)
Seguían sin decir palabra y el aletear de un par de zorzales aflorando huelo la hizo imaginar de nuevo, como volando lejos, lejos, lejos. Y estrellándose contra alguno de esos muros que duelen en la frente y se sienten en los dientes. Porque el dolor se expande como se expande el Universo, infinitamente, Y la vida empieza doler como cuando empiezan a partir los amigos, cuando las metas no se cumplen y cuando los recuerdos calan por dentro de forma tal que lastiman los pulmones y ya no dejan respirar. Esa sofocación que aludían a su asma temprana, era más bien dolor y desasosiego porque no tenía más con quien llorar. Porque a la larga, todos se van. El mundo no está hecho para quienes permanecen en un mismo lugar. No necesitaba otra partida más.
Entonces se puso seria, y decidió que nada es tan fácil, que su cabello era un enjambre y que la esperaba alguien en su casa. Se paró sosteniendo la mochila y dispuesta a seguir viaje. En calles pedregosas, calles hechas para mujeres solas y no para niños pequeños, calles estrechas, encubiertas por el agua. Sintió que el Invierno se parecía a su padre, arrastrando lo poco que queda del verano con cada llovizna.
- Te traje esto, Elena. Feliz cumpleaños, querida – Y extendió una pequeña cajita con motivos romboidales y fondo índigo. Cajita de princesa, señales de un mendigo. Los regalos son siempre tan coloridos, pero había algo gris en ese paquete. Lo tomó con desconfianza al principio, pero le gustó de inmediato. Adentro había lápices de colores y un pequeño cuadernito. La voz de aquél padre ausente había sonado tersa, como quien tararea para sí mismo y esboza estrofas altas y afinadas sin darse cuenta. Creyó que quizás aquello era un regalo que se hacía su padre a sí mismo más que a ella. Su cumpleaños había sido semanas atrás, y ya tenía once.
El hombre le dio un beso largo y en la frente. Elena sintió apelmazados los mismos mechones en la frente y volvió a cerrar los ojos, para que no le picaran las puntas graficadas y no irritaran sus lagrimales. Esperó a dejar de oír los pasos alejarse para volver a andar y antes abrirlos. No quería mirar ¿Qué sentido tenía mirar? Más tarde podría pensar que había sido tan solo un jugueteo de fantasmas por desviarse del camino serpenteando un cordón de vereda. Eso le enseñaría a llegar a casa más temprano, a cargar mejor la mochila pesada, a caminar más rápido por las calles pedregosas. Por otro lado, solamente le ocurrían cosas buenas cuando se alejaba del camino, a pesar de los retos posteriores. Como la vez que se fue hasta el aljibe y conoció al niño de la bufanda de colores, o la vez que recogió flores para llevarle a su madre y acabó con un resfrío que le impidió ir a clases.
Y decidió que hay momentos importantes en la vida, como dicen todos. Pero que esos momentos no son muchos. Dos como demasiado, uno como verdadero. Y ése sería su momento, haberlo visto silente y compañero, como le hubiera gustado tenerlo siempre. Y decidió que ese momento era suyo, tan suyo que no podría saberlo nadie.
Cuando Elena llegó a casa se sentó en la mesa de la cocina para estrenar los lápices y el cuadernito.
- ¿De dónde lo sacaste, Elena? – Pregunta la madre casi sin dar atención a los atisbos de su hija por dibujar un cuadro bonito
- De ningún lado, ma. Me lo regalaron en la escuela.
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