“Niña, adolescente, los libros me salvaron de la desesperación; eso me ha persuadido de que la cultura es el más alto de los valores, y no logro considerar esta convicción con mirada crítica.”

jueves, 30 de julio de 2009

Uno de los capítulo de mi obra "Lucifernia"

Andrea

Poco a poco, su imagen frente a mi fue mutando. Como transformándose, como si de pronto fuera algo más… que lo que siempre había sido; una mujer sana y común, que repentinamente me reveló otro costado. Una muñeca que dejó de ser de porcelana, y se transformó en una de barro… un costado muy oscuro y triste, sin embargo, melancólico y lastimero. A veces temo más por mí que por ella.
Cuando Andrea llego (realmente) a mi vida era un día lluvioso. Yo estaba en el café de siempre, el que está en frente de la Universidad. Llovía mucho afuera, torrencialmente, y ella entró totalmente empapada sin el resguardo de un paraguas ni hojas de diario en la cabeza. Pero no entró angustiada, tan solo estornudando. Ni en un solo gesto podría alguien haber adivinado un rastro de malhumor. Al contrario, entro en el recinto con una amplia sonrisa, y con ojos diáfanos como las gotas de lluvia. Andrea era lluvia. Estaba feliz y lo disfrutaba.
Al verla no pude evitar sentirme extraño. Una mezcla de admiración y desprecio. Por aquel entonces yo era estudiante de Derecho, demasiado ocupado en mis libros y en mis grandes ambiciones. Yo sólo me concentraba en mi mismo; no era orgulloso, tan solo arrogante. Por eso estaba siempre solo en aquel café, leyendo y mirando pasar a los demás a través de la ventana. Todo me parecía tan lejano, tan distinto. Y yo estaba tan solo, tan metido en mi propio mundo. Pero cuando la vi, sentí la peligrosa y adictiva sensación de que el mundo y mi concepción de el, y mis pocas esperanzas depositadas, y mis prejuicios y mis anhelos, de pronto era todo distinto. Desde que entro en aquel lugar donde yo estaba, creo que en ese instante lo supe, mi vida estuvo sujeta a la de ella.
Pero en aquel entonces no lo sentí así de claro. El no entender que me sucedía me hizo odiarla. Me encontré imaginando su muerte, o su desaparición por lo menos. Francamente, estaba asustado. El amor a primera vista nunca funcionó en mí ¿puede notarse?
Ella entró, dinámica y alegre. Totalmente empapada, con una bolsa en la mano a la que se aferraba. Se acerco a la barra, se quitó el abrigo. Sus cabellos rojizos goteaban agua, y el labial rojo aun subsistía en aquellos labios seguros y distendidos.
El mozo se acercó a ella y la saludó efusivamente. Igual conducta tuvo con ella aquél hombre en la caja.
Tan mojada estaba su camisa, que prácticamente parecía estar desnuda. Mirarla de pronto me hizo agitar la respiración. La blanca bambula almidonada no diferenciaba sus cortes y sus pliegues con las características de su piel. Era tan ella misma, era tan natural. Y cada vez que admiraba mas lo perfecta que era la odiaba el doble. No podía ser, aquella suerte de personaje de cuentos había entrado en mí café. El único lugar donde podía sentirme a salvo: mi café. MI café. Pero ahora, no. Ahora estaba ella, ella y su estrambótica belleza, para perturbar mi serenidad.
Decidí ignorarla. Junté toda mi fuerza de voluntad para evitar que mis ojos la persiguieran. Pero si me enfocaba en mi libro, la veía por el periférico. Y si cambiaba de posición, la encontraba en los reflejos de los vidrios. Podía concentrarme en otro objeto o persona, pero hallaba ambas opciones aburridas. Y no iba a huir, era aquél mi lugar favorito y estaba decidido a pasar allí la tarde. “¿Por qué no te vas tú, monstruo?”
Ella seguía conversando con los hombres de allí mientras desembolsaba un delantal. Apoyo la bolsa en la barra y le encargo al hombre de la caja si se la podía guardar, a juzgar por sus ademanes de “por favor” y “Con cuidado”. Le sonrió por todo agradecimiento, y pude notar en el rostro del cajero cierto rubor y ojos emocionados. Ella se fue hacia el baño, el la siguió con la mirada.
De pronto, para mi horror, lo entendí. ¡Ella trabajaba allí! Probablemente empezaría aquél día, porque no la había visto antes. Tenía que sucederme, vaya destino.
Como supuse que se estaría cambiando, y demoraría un rato en el baño, me acerqué al cajero. Queriendo disimular mi mirada inquisidora de incipiente abogado le pregunté:
- Disculpe, ¿aquella joven trabajará aquí? ¿A partir de hoy, será? – El hombre contaba el dinero, tarareando alguna canción cuya melodía era in entendible hasta para el más diestro en música y afines, y ni siquiera me contestaba. Seguramente permanecía embobado, víctima de su última conversación con ella. – Ejem, ¡Alejandro! ¿Me escucha? Le pregunte si aquella joven que fue al baño empezará a trabajar aquí.
- A, Carlos, perdón, entenderás que siempre es un problema con el control de vueltos…
- Esta bien, pero…
- Sí, no te hagas problema, te cobro en un segundo…
- No, Alejandro, no es eso, verás es esa mujer…
- Carlos… esta todo bien, tranquilízate, ya te cobro, no hay por que…
- ¡Dios! – Lo interrumpí dando un golpe con mi puño en la barra, pero el no pareció molestarse, lo mismo la gente, como si estuvieran acostumbrados a esa clase de tan raros comportamientos.
Al parecer, no era una sospecha mía, era una certeza: aquél hombre padecía una de las enfermedades más incomprendidas e incurables que tornan al ser humano estúpido. Estaba bastante enamorado. Y todo por aquella mangosta pelirroja, capaz de devorar hombres sin siquiera abrir la boca. Tenia que venir a mi café, a MI café, pensé en aquél entonces lleno de indignación infantil, tan solo para hacerme ver lo distintos que éramos algunos seres humanos de otros. Diferencia que evidenciaba mi soledad y mi lejanía del mundo… Pero, bueno. Una lluvia no seria lo suficientemente fuerte como para romper mi burbuja, que era más, un fuerte.
Mientras continuaba controlando los vueltos, noté que en su costado estaba la bolsa de la pelirroja. Pude observar algunas de las cosas que contenía. Había una pequeña vasija y varios ejemplares de “Madame Bovary” ¿Por qué tantos? Me pregunte, siendo capcioso.
Retorne a mi asiento, con una leve sonrisa en la cara. Porque a pesar de ser ella tan distinta, éramos iguales en algo: ambos, parecía, fanáticos de Flaubert. Simpática coincidencia, para ser las nuestras almas tan divergentes.
En aquellos instantes, la joven en cuestión sale del baño. Con otra camisa, igual a la anterior pero más rústica, otro pantalón, también igual al de vestir que llevaba antes, pero en otra tela. Y el delantal oscuro atado a su cintura. Le lucía bien, quizás muy bien, quizás demasiado…
Noté que se acercaba a mí. Tenía un repasador en la mano. Miró mi mesa, y en efecto, notó las migas y residuos. Después de todo, había bebido más de un café y varias masas finas, que tanto me apasionaban, tanto o más que el Derecho mismo.
Mi reacción nerviosa y automática fue más estúpida que cualquiera de mis pensamientos obsesivos. Lo único que atiné a hacer ante su inminente acercamiento fue huir, dejando mi maletín en el piso y sin paraguas para resguardarme de la lluvia.
Cuando ya estaba a un metro de mí, me levanté y rápidamente fui hacia la salida. Pero antes de salir me volteé, porque la había chocado sin querer, y encontré su extraña mirada clavada en mi. Aquellos ojos parecían haberse adueñado de mis adentros, de la poca cordura que tenía en ese momento. Era como si no existiera nadie más alrededor, sólo ella, que me bañaba en dudas. Ella era la lluvia. No había diferencia entre estar afuera bajo la tormenta, o estar allí adentro cerca de aquella presencia. Porque, igualmente, llovía. Estoy seguro, todavía lo creo, que en esos instantes el tiempo se detuvo. No estoy seguro de eso que sentí en ese entonces. Sólo se que era como si el Infierno y el Cielo hubieran pactado conmigo, era como si hubiera muerto y enseguida resucitado.
Fue un pequeño y enigmático shock. Volví a voltearme y huí definitivamente. Corrí hasta la esquina, que estaba desierta, y me empapé como nunca antes.
Recuerdo lo que pensé en aquel momento. Recuerdo que pensé en mi madre. Cuando íbamos de vacaciones al campo del abuelo. Íbamos en Invierno, y era hermoso ver la lluvia y el granizo. Pero aquél bello escenario me había traumado. Porque a la tierna edad de tres años, lo recuerdo bien, había sido víctima de una gran lluvia que me hizo reír, en un principio, hasta que empezó a caer un fuerte y arrasador granizo que me golpeo en la cabeza y por el que fui trasladado al hospital, por un traumatismo de cráneo. Desde aquélla vez nunca me baño en lluvia. Y allí me tenía la vida, 20 años después, huyendo de la hermosa chica del café como aquella vez a los tres años cuando huía de mi mamá. Se me escaparon unas lágrimas, pero me quedé tranquilo, si alguien me veía no lo notaría, porque aquellas se confundirían con las gotas de lluvia.
Un escalofrío me recorrió el cuerpo.
- ¡Se olvidó el maletín, Carlos! ¡Carlos! – Me di vuelta para encontrar a aquella muchacha. ¿Cómo sabría mi nombre?
- ¿Cómo sabes mi nombre?
- Tome – me sonrió y tomando mis manos me devolvió el maletín con el paraguas y mis cosas – Salió tan apurado que lo dejó. Su nombre lo se porque Alejandro, el cajero, me lo dijo. Es usted un cliente regular, además…
Y se calló de pronto. Yo no escuchaba nada de lo que decía, sólo miraba sus labios moverse, con el labial rojo corrido, y sus cabellos siempre húmedos. Me traicionó el instinto, puse mi mano en su rostro y quise esfumar aquella mancha de rouge. Ella se ruborizó un poco, aquél rostro blanquísimo la delataba. Y cuando me devolvió la mirada, luego de tamborilear sus ojos por los alrededores, se fijó en mí con una mirada triste. Casi con compasión, casi con demasiado resguardo.
- ¿Estabas llorando? – me pregunto con una voz de niña. Y entonces no pude evitar sonreír. Se parecía a mamá, definitivamente.
Pero después de eso, yo no emití ni un sonido de respuesta. Preocupada, ella siguió hablando.
- Además, yo te conozco de una de las cátedras de la facultad de Derecho. Cursamos juntos con el Profesor Raducchi ¿te acordás de mi?
De pronto me calló la ficha. Era alguien conocido. Tal vez era una de las tantas a las que había rechazado, usado, o salido. O, a lo mejor, eran de aquellos alumnos resentidos que me odiaban por ser yo el más sobresaliente. En aquel entonces, no recordé que había sido ella la morocha imbatible que me había vencido en un debate de primer año. Me quede boquiabierto, ella lo notó y se rió.
- te recuerdo con otro cabello y también…
- Sí, ya se ¡Otra estética era la mía! El cabello me lo teñí, y también cambie mi personalidad. Ya no “fusilo” gente… - y soltó una carcajada transparente, que me atravesó como un viento solano y repentino. Estaba distinta, pero infinitamente más bella. Yo había estado enamorado de ella en primer año, nadie me vencía en un debate y ella había captado mi atención.
Pero recuerdo que la odié mucho también. Y ahora, de nuevo, los sentimientos contradictorios volvían a mí. No recordaba su nombre, no recordaba qué era lo que quería de la vida, sólo recordaba sus últimas palabras de la única conversación que tuvimos. Una conversación personal, aparte de aquél debate público y humillante del que jamás volvió a reponer mi orgullo.
Recuerdo que la había invitado a salir, y me lo negó rotundamente antes de finalizar la oración.
¡Que distintos los ojos que tenía ahora en comparación con aquella excelente enemiga que había conocido! Eran estos ojos compasivos, no dictatoriales, eran ojos enamoradizos.
- ¿Cómo es tu nombre?
- Andrea… Andrea Farias. Y el tuyo es… Carlos, cierto. Pero en primer año solían decirte de otra manera ¿No? ¿Cómo era aquel apodo? – E hizo un gesto adorable, como pensando, como recordándome.
Si, no lo había olvidado. Aquél apodo, que me había otorgado la imaginación de algún profesor, era “Reichstag”, a causa de mi admiración por el nacional socialismo fascista, y mis antepasados alemanes que habían sido partes de aquel parlamento alemán. Pero no se lo haría saber a Andrea nuevamente, pensé, porque aquel fulminante debate había sido ocasionado por mis tendencias nazis y sus fuertes contrapartidas comunistas.
Andrea era una imbatible comunista, una imbatible mujer de política y Derecho. Pero sobre todo de Historia, nadie conocía tan de punta a punta nuestro pasado histórico.
Pero ahora la veía distinta. Dulcemente vulnerable. Accesible y desarmada, pero aun así imbatible.
- Andrea… Gracias. Había olvidado el maletín porque recordé un compromiso, debo irme apurado.
- A, si, esta bien, yo también… - Y haciendo un ademán para irse, fue dando pasos lentos hacia atrás, me miró por ultima vez y sonrió – Te veré, supongo… “Reichstag” - y velozmente, corriendo, se fue.
De pronto, dejo de llover. Aunque podría haber permanecido allí abajo por horas.
Me alejé del centro y caminé hacia mi apartamento, olvidando que no le había pagado a Alejandro por lo que había consumido. Supuse que comprendería, desde los dieciocho años fui un cliente más que regular. Más bien fanático.
Llegue a mi apartamento y me puse a trabajar en mi tesis. Hacia poco la había comenzado.
Pero no podía más que pensar en ella. ¿Qué seria de Andrea y su vida? Si dejo Derecho, ¿estaría estudiando otra cosa? Aquellos tantos ejemplares de Madame Bovary… Quizás Letras, si, seguramente.
“Ahora ya no ‘fusilo’ personas…” me había dicho, riéndose. Si había cambiado de personalidad tan radicalmente, seguramente su estilo de vida había cambiado. ¿Se habría casado? ¿Tendría familia?

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